Por: José Miguel Marchena
Gerente de Innovación y Desarrollo de ISIL
La educación formal, es decir, la que ocurre en un formato específico y en un espacio de tiempo preestablecido de nuestras vidas, como la escuela o la universidad, representa solo un porcentaje pequeño de todas las oportunidades que tenemos para aprender. Sin darnos cuenta, década tras década, hemos sido parte de una progresión lineal de aprendizaje que nos conduce desde la formación básica hasta la superior sin dejar espacio a rutas alternas o atajos.
El costo de esta longeva dinámica resulta en que nos cuesta comprender que existen muchas otras formas de aprender “fuera de las aulas” que pueden ser igual o incluso más provechosas si nos planteamos seriamente que así sea. Aprender sin obligación y por convicción.
Es aquí donde emerge el concepto de aprendizaje intencional como un proceso de formación voluntario, autónomo y permanente que se basa en nuestra predisposición de absorber todo el conocimiento posible, por simple o sofisticado que sea, en cada episodio de nuestras vidas.
Cada momento sin excepción cada interacción con amigos, colegas o procesos es una oportunidad de aprender. Por tanto, el aprendiz intencional no requiere de un esfuerzo extra o de un espacio específico, para él aprender es una actitud mental y no una asignatura.
Se discute mucho sobre la automatización del trabajo y sobre la hipotética amenaza que la tecnología reviste para los profesionales, en lugar de hablar más sobre aprendizaje. Aprender es una habilidad en si misma y es, en mi opinión, la habilidad más fundamental e influyente en nuestras vidas. Aprender con intención es una inversión, la más rentable de todas.
Porque en este punto espero que todos hayamos arribado al consenso de que la obsolescencia no es una cuestión de edades ni de robots futuristas, la verdadera obsolescencia ocurre cuando todos en tu entorno aprenden más rápido que tú.